La
noche ha cerrado del todo en las campiñas de Belén. Desechados por los hombres
y viéndose sin abrigo, María y José han salido de la inhospitalaria población,
y se han refugiado en una gruta que se encontraba al pie de la colina. Seguía a
la Reina de los Ángeles el jumento que le había servido de cabalgadura durante
el viaje y en aquella cueva hallaron un manso buey, dejado ahí probablemente
por alguno de los caminantes que había ido a buscar hospedaje en la ciudad.
El
Divino Niño, desconocido por sus criaturas va a tener que acudir a los
irracionales para que calienten con su tibio aliento la atmósfera helada de esa
noche de invierno, y le manifiesten con esto su humilde actitud, el respeto y
la adoración que le había negado Belén. La rojiza linterna que José tenía en la
mano iluminaba tenuemente ese pobrísimo recinto, ese pesebre lleno de paja que
es figura profética de las maravillas del altar y de la íntima y prodigiosa
unión eucarística que Jesús ha de contraer con los hombres. María está en
adoración en medio de la gruta, y así van pasando silenciosamente las horas de
esa noche llena de misterios.
Pero
ha llegado la media noche y de repente vemos dentro de ese pesebre, antes vacío,
al Divino Niño esperado, deseado durante cuatro mil años con tan inefables
anhelos. A sus pies se postra su Santísima Madre. José también se le acerca y
le rinde homenaje con que inaugura su misterioso e imperturbable oficio de
padre adoptivo del redentor de los hombres.
La
multitud de Ángeles que descienden del cielo a contemplar esa maravilla sin
par, deja estallar su alegría y hace vibrar en los aires las armonías de esa
“Gloria in excelsis”, que es el eco de la adoración que se produce en torno al
trono del altísimo hecha perceptible por un instante a los oídos de la pobre
tierra. Convocados por ellos, viene en tropel los pastores de la comarca a
adorar al recién nacido y a presentarle sus humildes ofrendas.
Ya
brilla en oriente la estrella de Jacob; y ya se pone en marcha hacia Belén la caravana
espléndida de los Reyes Magos, que dentro de pocos días vendrán a depositar a
los pies de Divino Niño el oro, el incienso y la mirra, que son símbolos de la
caridad, de la oración y de la mortificación. ¡Oh adorable Niño! Nosotros también
los que hemos hecho esta novena para prepararnos al día de vuestra Navidad,
queremos ofreceros nuestra pobre adoración; no la rechacéis: venid a nuestras
almas, venid a nuestros corazones llenos de amor.
Encended
en ellos la devoción a Vuestra Santa infancia, no intermitente y sólo
circunscrita al tiempo de vuestra Natividad, sino siempre y en todos los tiempos;
devoción que fiel y celosamente propagada nos conduzca a la vida eterna,
librándonos del pecado y sembrando en nosotros todas las virtudes cristianas.
Jesús,
José y María, yo os doy el corazón y el alma mía.
¡Dulce Jesús mío, mi Niño adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto!
(Tomado de: Novena tradicional de Navidad)
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