Considera que no sin razón la Iglesia llama a la
Santísima Virgen Reina de los mártires. No hay ninguno entre aquellos héroes
cristianos que haya sufrido un martirio más doloroso que esta Madre afligida. ¿Queremos
tener una idea justa de las penas de la Santísima Virgen? Comprendamos, si es
posible, cuál ha sido la ternura, la grandeza, el ardor y la pureza de su amor
a su querido hijo.
Los tormentos que obran sobre el cuerpo, pueden endulzarse y
aún hacerse deleitables por las dulzuras interiores que Dios derrama en un
alma, y se han visto mártires que hallaron refrigerio en medio de los braseros,
como sucedió a los tres niños hebreos; pero ¿qué es lo que puede suspender o
dulcificar los dolores del alma? El martirio del alma es un suplicio sin
alivio. Cuando la misma alma es la que se siente traspasada, debe ser muy
dolorosa la llaga; y tal ha sido el martirio de la Santísima Virgen.
Sentirás el dolor más vivo, le había dicho Simeón, cuando
llevó su hijo amado al templo; los ultrajes que se harán a tu hijo, serán para
ti como otros tantos cuchillos que se clavarán en tu pecho… ¿Qué no debió
sufrir la Santísima Virgen, viéndose en Belén cercana al parto, y rechazada de
todo el mundo, reducida a retirarse en un establo, sin socorro, sin otro alivio
para un hijo que es Dios, que el aliento de dos viles animales y un puñado de
paja?... Traigamos a la memoria sus temores, pensando el cruel e impío designio
de Herodes de quitarle la vida; ¿qué no tuvo que padecer en su viaje y en su
estancia en Egipto?... ¡Qué agonía no padeció en los tres días que Jesucristo
se quedó en Jerusalén!...
Considera lo que la Santísima Virgen ha sufrido
principalmente en la pasión y en la muerte del Salvador… el saber con qué
indignidad, con qué ultraje y crueldad era llevado el Salvador por la ciudad de
Jerusalén, con qué sacrílego desprecio era tratado en casa de los sacerdotes,
en la de Pilatos, en la de Herodes, y en todos aquellos impíos tribunales… sufre…
como una madre tierna que sabe que aquel hijo tan querido a quien se trata con
tanta infamia, es verdadero Dios.
Presente a la flagelación ¿qué azote es el que descarga
sobre el Hijo, que no descargue sobre el corazón y el alma de la Madre? Jesús
cuasi sin figura de hombre, es mostrado a aquel pueblo bárbaro para ver si se
le mueve a alguna compasión; y aquel pueblo, horror y execración del género
humano, cual bestia feroz, se pone más sediento de su sangre y grita que se le
crucifique… ¡qué cuchillos no clavarían en su corazón aquellos gritos bárbaros!...
las miras del Eterno Padre no se limitan a que la Santísima Virgen consienta en
el sangriento sacrificio de su querido hijo; es preciso además que ella lo
presencie… exhausto de fuerzas y de sangre, sucumbir bajo el peso de su cruz…
que oiga todos los golpes del martillo que se dan sobre los clavos que
traspasan sus pies y sus manos… que le vea levantado en una cruz, ultrajado…
expirar… en medio de los dolores más crueles y más agudos…
¿Qué llaga, que tormento, qué dolor hay en
Jesucristo, que María no haya sufrido en su alma?...¿no debía expirar la Madre
de dolor antes que el Hijo?... ¿Y qué título más justo, ni mejor adquirido, que
el de Reina de los mártires?... ¿Qué sentimiento de amor, de ternura, de veneración
y de reconocimiento no debemos tener para con esta Madre de Dios… también
nuestra?
Oh Madre llena de amor, haced que yo sienta los
golpes de dolor que traspasan vuestra alma, a fin de que una mis lágrimas a las
vuestras.
Fuente: “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año”, Padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús.